domingo, 3 de agosto de 2014

DIFERENCIARSE NO ES DISTANCIARSE

Nuestro viaje comenzó en el momento de nacer, entonces carecíamos del sentido yoico de los límites. Aunque al nacer ya seamos un cuerpo diferenciado, nacemos sin el sentido desarrollado de esa separación. Cuando nacimos no sabíamos dónde terminaba nuestra madre y dónde empezábamos nosotros, por lo que ella era una prolongación de nuestras necesidades y su fuente de satisfacción. Tan vulnerable estábamos frente a la existencia, que nuestra vida dependía de alguien a quien acabábamos de conocer y un mundo al que acabamos de llegar. Nuestra hambre de caricias primera de estimulación (oxígeno, alimentos, ejercicio estimulado a través del tacto-oído-…, descanso, de eliminación –miccionar, defecar, …-, de equilibrio físico-térmico como abrigarse y desabrigarse, hormonal e inmunológico si nos ponemos enfermos, etc) eran los senderos de intercambio con nuestra madre y con el mundo, después llegarían las palabras y la necesidad de reconocimiento. Pareciera como si la existencia ya nos mandara en el parto su primera paradoja, “nacer ya es empezar a morir y a dejar marchar”. Nuestra primera toma de conciencia, inherente al crecimiento, fue la de separación, la de diferenciarse. Nuestra primera tarea fue experimentar y recibir cuidados, mientras que poco a poco íbamos reconociendo una piel personal, con identificación: soy un ser separado de los demás y también lo son aquellos que me cuidan. Estas experiencias primeras y las que vinieron detrás pudieron ser vividas de manera segura o como un abandono. Desde el mismo comienzo de la vida, quizás hayamos identificado el hecho de soltar el apego con la pérdida del poder, con el miedo a disolvernos en un mundo aparentemente dañino y de la satisfacción segura de nuestras necesidades. El misterio de por qué hoy en día nos agarramos tan ferozmente a las cosas y a las personas puede estar en este disfraz de la “identificación con el paraíso original” del que salimos. A medida que crecemos aprendemos que la separación no es un abandono, que “diferenciarse no es distanciarse”, sino simplemente una condición del crecimiento humano, la única desde la que se puede crecer de manera sana, con aduanas flexibles desde las que intercambiar caricias (se define hambre de caricias como la necesidad de reconocimiento, de sentirnos que existimos para los demás y que éstos responden a esta necesidad). Sin embargo, con las aduanas viene la interdependencia, que implican la responsabilidad personal compartida, no el derecho único y exclusivo de ser cuidado unilateralmente, o el de cuidar a los demás sólo para complacer y merecernos ser queridos. De ésta reciprocidad fluye el compartir sano donde renunciar a controlar al otro o lo otro para respetarle. Estas aduanas a las que he llamado pieles de la identidad hacen posible que nos aproximemos a los demás pero manteniendo a salvo nuestra identidad personal en proceso continuo de crecimiento. El amor como pulsación profunda del proceso de acariciar no es renunciar a las fronteras personales, porque eso significará abandonarnos a nosotros mismos. Ninguna relación puede prosperar cuando una de las partes ha abandonado lo esencial, su identidad diferenciada. El amor ocurre cuando dos voluntades se abrazan, se saludan, se reconocen, se favorecen una a otra, y al mismo tiempo, se dejan marchar en libertad. Construir un yo funcional y sano implica relacionarse íntimamente con los otros, con una apertura eficaz y generosa. Sin embargo, la totalidad y el crecimiento al que todo ser humano se dirige permanece íntegra. El estar en contacto con los demás y permanecer íntegro significa seguir incorporando de fuera las posibilidades para que lo esencial e interno siga desarrollándose, dar poder sin por ello sentir que perdemos como personas, ser vulnerables y permeables al amor sin convertirnos en víctimas, comprometerse a vivir sin obviar nuestras fronteras, no perder la capacidad de protegernos mientras sentimos que avanzamos en el sentido de abrigarnos calurosamente, integramos lo que nos sucede o crecemos en un sentido sano. Todo aquello que se diferencia puede ser reintegrado, renovado y transformado. La trans-forma-acción adquiere la fisionomía de un ser humano que camina en el camino de la trasmutación a través de la acción. Con cada paso que damos dejamos atrás aquello que ya fue y damos la bienvenida a algo nuevo. El punto de anclaje para no desaparecer aparece en forma de cuerpo. La piel es el registro y el rostro de nuestros pasos más certeros, dudosos o equivocados, pero al fin y al cabo, el lugar donde aparece la celebración de la vida vivida. Diferenciarse no es distanciarse, sino permitir el espacio suficiente para que nuestra identidad crezca y se expanda, para que nos podamos ver unos a otros y reconocernos. Para ello: • Pide directamente lo que quieres y necesitas. • Rechaza aquello que no quieres. • Protégete y cuida de tí mismo, como si una madre o un padre sanos y amorosos estuvieran dentro de ti. • Reconoce y respeta tus propios límites sin quedarte limitado solo porque sí. • Descéntrate sin dejar de estar centrado. • Prospera continua y sinceramente para sentir satisfacción, resuelve una y otra vez tus necesidades de caricias sanas en un intercambio libre. • Siéntete siempre seguro y equilibrado para iniciar, avanzar o decir adiós a cualquier relación.

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